Promover la basura no puede ser negocio.

Ricard Martínez

 

Cada grano de chismorreo indecente, cosechado de este modo, se convierte en simiente de otros, y, en proporción directa a su divulgación, es causa del debilitamiento de los valores sociales y de la moralidad. Incluso un chisme aparentemente inocuo, divulgado amplia y persistentemente, es un mal en potencia: empequeñece y pervierte. Empequeñece al invertir la importancia relativa de las cosas, minimizando, así, los pensamientos y las aspiraciones de la gente. Cuando el chisme referido a una persona alcanza el rango de letra impresa, ocupando el espacio disponible para los temas de verdadero interés para la comunidad, ¿cómo puede extrañarnos que los ignorantes y los inconscientes confundan su importancia relativa?»

Warren samuel D. y Brandeis louis. «The right to privacy», Harvard Law Rewiew, vol. IV, núm. 5, 15-XII-1890.

En nuestros días asistimos a una nueva escalada en el conflicto entre privacidad, derecho a la información  y libertad de expresión que demuestra hasta que punto la reflexión de los padres del «right to privacy» sigue de plena actualidad. Sin embargo, su protagonista no son los medios tradicionales, ni la prensa rosa ni amarilla, no afecta a personas o personajillos públicos y no está en juego la sociedad democrática. Esta nueva guerra se juega en “Territorio Smartphone”,  por personas que carecen de la menor formación, experiencia o sentido común, y afecta a ciudadanos anónimos. Hasta hace unos meses las batallas estallaban en la blogosfera, en algunas redes sociales y en Twitter como consecuencia del devenir natural de medios masivos en los que las posibilidades estadísticas de que se produzca un conflicto son obviamente elevadas. El Derecho incluye algunas respuestas para estos casos y define de modo preciso los roles de los distintos agentes en juego. Sin embargo, en el ecosistema Internet han surgido en los últimos tiempos redes sociales, o servicios dentro de ellas, cuyo objetivo preciso es fomentar el rumor y potenciar el cotilleo.

Los hechos.

La causa directa de este trabajo es el suicidio de una menor deprimida ante un acoso constante en una red social anglosajona que permite a sus usuarios opinar literalmente como les dé la gana sin ningún control. Cabe recordar que no es un fenómeno ajeno. El pasado invierno surgió una seria polémica por una red social de uso masivo en centros de enseñanza media en Catalunya. Se trataba de una suerte de aplicación que permitía desde el Smartphone difundir rumores que eran objeto de votación.  

© Arnau Martínez Benavent

© Arnau Martínez Benavent

 Sin embargo, para una cabal comprensión del fenómeno es fundamental entender el proceso de gestación del conflicto. En primer lugar, como es conocido, cualquier internauta puede abrir un espacio para ejercer su libertad de expresión con una decena de cómodos clics. La primera falla en este proceso deriva de la identificabilidad del sujeto, y también, el primer problema jurídico relevante. No es necesario disponer de una identidad cierta basta con crear una cuenta con seudónimo para contratar. Ciertamente, puede parecer una herejía cuestionar el tan preciado anonimato en Internet pero en el caso que nos ocupa y en el contexto de un país democrático, esta posibilidad de abrir cuentas no vinculadas a identidades reales y verificables constituye el pilar sobre él se cimentan edificios de calumnias y acosos.

Pero además, sea  un protagonista anónimo o no, el internauta no suele conocer ni las exigencias jurídicas que comporta la libertad de expresión ni las responsabilidades que un ejercicio ilícito podría comportar. Las razones para ello son diversas y entre ellas la madurez de los internautas, en muchas ocasiones menores, o la falta de formación o conocimiento del medio se apuntan como las más significativas. Podría creerse que el sentido común debería servir para saber que hay que partir de hechos ciertos, que no se puede vejar gratuitamente a nadie o que aquello sobre lo que se informa, o sobre lo que se opina, debe poseer una cierta relevancia. No obstante, la experiencia práctica demuestra lo contrario, que se aplica el menos común de los sentidos. Por otra parte, no existe un paralelismo exacto entre “cotillear” en el mundo físico y hacerlo en Internet donde el rumor permanece 24 horas al día, siete días a la semana y 365 días al año, y donde se extiende viralmente.

El último aspecto relevante es el cambio en el modelo de negocio. Ya no se trata de formar comunidades, compartir o conversar, aparecen en el mercado servicios específicamente orientados a que puedan expandirse rumores o cotilleos. De hecho algunas se denominaron de modo preciso “Gossip” en una clara declaración de intenciones.

La irresponsabilidad del proveedor.

El segundo elemento relevante para entender por qué se dan este tipo de conflictos tiene  una relación directa con la naturaleza del medio y el principio de no responsabilidad de un proveedor de servicios de la sociedad de la información. Sucintamente definido, este principio comporta que el responsable del portal, servicio o aplicación no respondería directamente de ningún contenido alojado en el mismo por un usuario salvo que una autoridad le requiera para ello o exista algún tipo de conocimiento efectivo.

Por extraño que parezca esta exención opera como una garantía para los derechos fundamentales. Imaginemos un contexto en el que el proveedor debiera verificar todos y cada uno de los comentarios que se suben a la red. En primer lugar, esta restricción operaría como un límite insuperable a la capacidad de las empresas para operar en el mercado.  Es evidente que el coste de comprobación previa requeriría disponer de personal altamente cualificado capaz de discriminar el contenido lícito de aquél que no lo fuese. Por otra parte, habría que sumar el coste asociado a los daños exigibles cuando a pesar del filtro se produjese alguna publicación indebida. Seguramente una alternativa eficiente consistiría en la automatización de los controles con tecnologías de análisis semántico. Sin embargo, estos sistemas no funcionan adecuadamente y pueden ser evadidos, o por el contrario, censurar contenido perfectamente lícito.

Sin embargo, y por irónico que ello pueda parecer, es en la cuestión de la censura en la que reside la base jurídica fundamental para no imponer responsabilidad objetiva al proveedor por los contenidos que aloja. La opción contraría cercenaría de raíz el derecho fundamental a la libertad de expresión de los internautas.  Esta exención hunde sus raíces en la necesidad de determinar los posibles límites que es posible imponer a los medios de comunicación. Cómo es conocido el derecho a la información y la libertad de expresión no son derechos absolutos. En nuestro sistema el artículo 20 de la Constitución recoge expresamente la necesidad del respeto al honor, la intimidad y la propia imagen, así como la protección de la juventud y la infancia.

A la hora de establecer límites a estos derechos entra en juego un valor y un límite. Sobre el noble ejercicio de informar a la sociedad rige la llamada doctrina de la “preferred position” que plantea la prevalencia y el papel fundamental de la libertad de expresión para las sociedades democráticas. Ello no impide que en caso de conflicto de derechos puedan imponerse límites incluso previos, con una barrera infranqueable: la prohibición de la censura previa. Históricamente, ello ha conducido a distinguir al menos tres escenarios:

● La prensa escrita.

En este caso ha prevalecido el régimen del libre mercado de las ideas. De este modo, si Vd. posee los recursos para editar un periódico no estará sujeto a más límites que los derivados del cumplimiento del Derecho. Así, salvo en caso de una infracción constatada por un tribunal y mediante resolución motivada, nadie podrá imponer control alguno sobre los contenidos.

● El broadcast, o la radiodifusión.

Existe una diferencia entre escuchar la radio o ver la televisión y comprar un periódico. El último lo buscamos expresamente, si existe algún límite de edad el vendedor lo puede verificar, y de algún modo tenemos un control sobre el soporte. En la radiodifusión al abrir la emisora, o al zapear, carecemos de control. Ello justifica la imposición de ciertos límites a los contenidos, estableciendo de franjas horarias en las que prevalece la protección de la juventud y la infancia.

● Televisión por cable.

En este caso, además de implementar sistemas de control parental se impone a la compañía el deber de repetir las estaciones que emiten en abierto por razones de tutela de la libre competencia.

Y en este contexto, ¿qué sucede en internet? El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ofreció una significativa respuesta en el caso Reno v. ACLU (Asociación para la Defensa de las Libertades Civiles). Se discutía la Ley de Decencia en las telecomunicaciones que establecía penas de prisión de hasta 2 años y multas de hasta 250.000$ para cualquiera que usase un discurso indecente o claramente ofensivo (pattently offensive) en una red de ordenadores en los que ese tipo de discurso pudiera ser visto por menores.

La Ley  se impugnó por la ACLU y otras asociaciones,  ante el Tribunal de Distrito de Filadelfia que declaró su inconstitucionalidad (11/06/1996) por establecer tipos penales para el ejercicio en Internet del «indecent speech» protegido por la Primera Enmienda. El Tribunal concedió la prohibición temporal para aplicar la ley en el distrito por su inconstitucionalidad. La sentencia recurrida por el Departamento de Justicia y la Fiscal General de los EUA Janet Reno  (J. Reno v. ACLU) ante el Tribunal Supremo que confirmó las sentencias. En esencia ACLU invocó que el discurso indecente estaba amparado por la Primera Enmienda y que la Ley producía un efecto paralizador (chilling effect) que causaba un daño irreparable.

Entre todas las referencias posibles el Tribunal Supremo debía determinar la naturaleza del medio a fin de establecer si era posible establecer límites al «indecent speech». Para que ello fuera posible resultaba necesario que el medio fuese capaz de controlar tanto los contenidos como la edad de los potenciales receptores.

La primera cuestión ya se había planteado en el mundo físico. En Smith v. California, en la que un librero es perseguido por disponer de material obsceno cuyo contenido desconocía, se resolvió que  no podía exigirse responsabilidad. Hacerlo obligaría a sólo exponer en las librerías aquellos materiales que previamente hubieran sido fiscalizados por el propietario y siempre que este estuviera suficientemente seguro de que no contenían información obscena. Esta doctrina trasladada a Internet tiene su relevancia ya que los operadores no pueden conocer todos los contenidos que se publican.

Por otro lado, exigir un control previo en internet limitaría la disponibilidad de contenidos de modo que un particular no podría ejercer su libertad de expresión y en Internet «cada usuario tiene las mismas posibilidades de manifestar sus puntos de vista que el New York Times».

La basura ese lucrativo negocio

Los principios anteriores pueden sustentarse en la Directiva 2000/31/CE transpuesta por la conocida LSSI. De modo muy resumido, el proveedor del aplicativo no responde por los contenidos que alojan sus usuarios hasta que tenga conocimiento efectivo, por ejemplo, a través de un requerimiento judicial que ordene el bloqueo o retirada de los contenidos. Y ante esa realidad Gobiernos como el del Sr. Cameron no han encontrado otra salida que la condena social y solicitar la retirada de anunciantes y patrocinadores.

Desgraciadamente parece que la cuestión se sustancia en el terreno de la moral empresarial. No nos enfrentamos a un negocio ilícito, sino simplemente vergonzante. Esto sí, nos damos cuenta a partir del momento en que alguien no ha podido resistir la presión y se ha suicidado. Hasta ese momento lo importante parece ser hacer caja. Este estado de cosas puede ser defendido ante un Tribunal pero su hedor repugna a cualquier jurista con una mínima conciencia social. En las facultades se nos enseñaba un conjunto de principios que, al parecer, abandonarán sus áreas de conocimiento para incluirse en la asignatura de historia.

En primer lugar, aprendimos que la garantía de la dignidad del ser humano era el objetivo primario y el pilar fundamental sobre el que se cimentaba todo sistema jurídico que quisiera calificarse como constitucional y democrático. Además, cuando lo que está en juego es el respeto del interés superior del menor, y su libre desarrollo de la personalidad poseen un interés prevalente.

Por otra parte, nuestros anticuados profesores no situaban el ingreso publicitario en la cúspide de nuestro sistema constitucional y desde luego lo distinguían con bastante nitidez de la libertad de expresión. La libertad de informar está sujeta a ciertos límites. Exige que se trate de hechos cuya veracidad haya sido por lo menos diligentemente verificada, y que además posean relevancia pública. Y si bien opinar está sujeto a requisitos más laxos, encuentra en el respeto a la dignidad y la protección de la juventud y la infancia un límite infranqueable. Por tanto, nada más lejos de promover la libertad de expresión que una red cuyo objeto sea dar soporte a rumores, descalificaciones y cualquier barbaridad equivalente.

Por último, nuestros maestros iban un poco más allá de la aplicación mecanicista del Derecho apostando por una interpretación sistemática y teleológica. Precisamente por ello, resulta muy difícil explicar que pueda admitirse la legalidad de un modelo de negocio cuyo objeto fundamental consista en la explotación económica de un tablón de anuncios anónimos donde cualquiera puede denigrar y acosar impunemente. Si además el “target” son adolescentes carentes de formación el valor moral que merece ese concreto negocio es nulo.

     Los poderes públicos.

Es obvio que la exención de responsabilidad por los contenidos evita que el proveedor se convierta en editor. Sin embargo en este caso se dan ciertas circunstancias cuando menos interesantes. Cómo puede evitar la responsabilidad del editor quien intencionalmente y a sabiendas  crea un entorno cuya finalidad esencial es la proclamación de rumores? La respuesta es sencilla, con un adecuado disclaimer que defina condiciones contractuales que descargan toda la responsabilidad en el usuario. Esto que resulta intachable desde un punto de vista jurídico no resiste la menor crítica desde un análisis sociopolítico. De hecho, las circunstancias apuntan a un interesante doble discurso. El lenguaje jurídico de los términos y condiciones define un servicio sometido a requisitos de edad, -mayores de 14 años-, para el ejercicio de un derecho fundamental, que prohíbe cualquier conducta antijurídica y traslada al usuario, o a sus padres o tutores, toda responsabilidad.

Sin embargo, lo que en un lenguaje llano nos dice el proveedor viene a ser lo siguiente:

«Espero que se registren en esta página adolescentes de 14 años y en cualquier caso personas interesadas en el cotilleo, no importa demasiado si lo que se dice es verdad o no, lo que toca es estar en la conversación y generar cuanto más ruido mejor».

Es más, en algún caso nos animan a postear sin descanso para mantener nuestra reputación como si de una deleznable gritona televisiva se tratase.

Llegados a este punto cabe preguntarse si a lo único a lo que se someterán los operadores es a la pena de telediario hasta la siguiente ocurrencia. Ello plantea la necesidad de reclamar una actuación contundente de los poderes públicos con todas las armas a su alcance.

En primer lugar,  puesto que el caso afecta a menores y a su privacidad, y dado que el Ministerio Fiscal actúa por Ley en defensa de los derechos de los menores sería de esperar una actuación de oficio. Probablemente las armas que confiere la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor sean escasas pero es necesario su inmediato despliegue en estos casos. Por otra parte, es fundamental examinar las prácticas de estas entidades a la hora de tratar los datos personales de los menores y/o de facilitar el tratamiento de datos personales de terceros. Dicho de otro modo, si lo que el Derecho permite es trasladar al usuario la responsabilidad de sus acciones, estas empresas que tanto se arriesgan deberían tener que acreditar un procedimiento riguroso de verificación de la identidad y de las condiciones de capacidad jurídica de sus usuarios.

Sin embargo, el reto definitivo es para el legislador. No puede permitirse de ningún modo la proliferación de modelos de negocio que potencialmente facilitan la lesión de derechos fundamentales. A nadie se le ocurre liberalizar la producción de vehículos a motor sin ningún tipo de dispositivo de seguridad. Decíamos al inicio que el motivo de este extenso post se encontraba en la muerte de una menor acosada en internet, la punta de un iceberg. ¿Cuánto menor acosado? ¿Cuántas personas vejadas o insultadas?

En ningún momento se pone en cuestión la honorabilidad de este tipo de negocio. Pero se trata de una actividad con un elevado nivel de riesgo por cuanto facilitadora de espacios de impunidad desde los que generar daños colectiva e individualmente irreparables. Es fundamental incrementar el plus de exigencia, las actividades que generan riesgos se someten a deberes especiales y este caso no puede ser una excepción.

Promover la basura no puede ser un negocio…