Nota del autor.-Lee Vd. la segunda versión de un texto que por prudencia, por temor a ser considerado amarillista y tremendista paso al congelador. Su tesis principal no era otra que considerar si la universidad debería haber previsto un escenario 100% online desde diciembre. La razón para ello no derivaba del riesgo intra-universitario, que puede haberlo, sino del riesgo en el desplazamiento y la oportunidad de encontrarse. Tras distintas conversaciones llegue a la conclusión de que de algún modo estaba equivocado y que, efectivamente incluso era seguro examinar. Sin embargo, este titular “La rectora de la Universidad de Alicante dice ahora que se harán muchos exámenes online” me deja ojiplático. Y así, creo que al menos, debe quedar constancia de mis dudas. Y por si fuera poco, mientras esto escribo una estudiante me notifica un posible confinamiento ¿cuántos más caerán?
Lo confieso, vivo en la perplejidad, en la zozobra más absoluta. Desde el 15 de marzo de 2020 creo que vivimos en uno de esos cuentos mágicos en los que todo ya sucedió y, sin embargo, nada aprendimos y nada evitamos. Quise pensar que era el día de la marmota, pero no hay comedia ni romance. Acudo a la escritura como lenitivo para exorcizar demonios, ya apenas consigo entender el enfoque que adoptamos en COVID19. No alcanzo a digerir una sociedad que considera irrenunciables todos sus derechos. Orgullosos de nuestros estados sociales, creí que éramos capaces de abordar la mayor crisis colectiva de nuestra generación desde un enfoque con sentido de comunidad. Puede que aplaudir a las ocho haya sido un esfuerzo meramente individual para sentirnos bien. Un significante carente de significado, una descarga emocional en la que al homenajear a los que se sacrifican proyectamos en ellos nuestras emociones.
Al menos, pensé, aprenderemos algo. En mi espacio profesional, creo que obtuvimos unas cuantas lecciones, bastante evidentes cuando trasladamos nuestra docencia al mundo de las aulas virtuales.
▪ Una clase online no consiste en subir al aula centenares de páginas para que sean digeridas por los estudiantes. Hacer esto significa admitir un fracaso: seguimos en el modelo de profesor discente con estudiante que se forma a base de apuntes.
▪ Las clases online requieren de ciertas dinámicas, de ciertas capacidades que deben adquirirse. El tempo cambia radicalmente. El periodo deber ser más corto, ocurren cosas en el chat, hay que buscar como interpelar a los que están al otro lado. Hay que vestir cada exposición de elementos fácticos y de imágenes, descritas o reales.
▪ Los exámenes online son diferentes. A ello dedicó un considerable esfuerzo la CRUE, a explicar métodos y posibilidades y cómo cumplir las normas.
▪ También aprendimos que siempre habrá quien incumpla las normas en los exámenes y fuera de ellos.
El primer trimestre ha sido duro. La distancia periférica de un metro se convirtió en “un asiento sí-uno-no”. No todos cumplieron las normas en el campus, de colegios mayores, pisos de estudiantes y botellones mejor ni hablamos. Y así, aprendimos que las universidades muy a su pesar como espacio de encuentro son un vector de contagio. Y no sólo en España.
Y en esas estamos. Las lecciones aprendidas desde los idus de marzo deberían haber implicado:
▪ Abordar un plan de formación intensiva y obligatoria para la docencia online.
▪ Teniendo en cuenta los métodos y posibilidades definidos por CRUE abordar una planificación de contingencia con un rediseño de los métodos de evaluación. Con esfuerzos transversales y metodologías compartidas por asignatura. Esto es práctica común en universidades virtuales, arroja resultados razonables, y no parece un enorme sacrificio para la libertad de cátedra.
▪ Entender que no basta con fijar “normas de comportamiento” y tener promotores. A veces hay que invertir en control y se pone en riesgo la salud pública debo proceder a abrir expedientes y dar cuenta a la autoridad sanitaria.
▪ También debo realizar un esfuerzo en cada clase. COVID debe ir a las aulas, debo enseñar sobre COVID y riesgos. No basta con poner a unos cuantos chicos y chicas con un chándal. La concienciación debe ser intensa y desde el compromiso.
Y he aquí mi perplejidad. Cuando las cifras son insoportables creemos poder examinar presencialmente sin riesgos. Es altamente probable que en la Universidad no se produzca ni un solo contagio. Pero, ¿qué va a suceder in itinere? Confinamos ciudades, pero dejamos salir de ellas a la población con mayor riesgo de contagio asintomático con un salvoconducto. Con ello incrementamos el volumen de personas en coches compartidos o en un transporte público que usualmente no dimensiona bien la carga de viajeros.
Sabemos que los estudiantes afrontan los exámenes con un enorme nivel de estrés. Y al acabar, comentarán se abrazarán o descargarán su ansiedad con tabaco o cerveza. Contacto, contacto, contacto… Pero todo esto, no nos concierne. En el sacrosanto templo de la racionalidad no se van a contagiar, porque hay un protocolo que lo prohíbe. Si se contagian, lo harán fuera porque son niñatos y niñatas irresponsables.
Pero, si esto es así, si la culpa es del otro. ¿Por qué me siento mal? ¿Por qué pienso en padres, madres, abuelos, abuelas que podrían enfermar y morir después de los exámenes? Mi querido abuelo, que sólo sabía leer, escribir y las cuatro reglas, me educó con refranes. Evita la ocasión y evitarás el peligro, decía. ¿Con los exámenes estamos poniendo la ocasión? ¿No hay plan B online para evitar el peligro? ¿Es irracional reorganizar las fechas? ¿Podríamos haber vuelto a la docencia online y examinar después de Semana Santa? ¿O en junio? ¿Se nos caerían los anillos examinando en los sábados de mayo o manteniendo agosto como hábil?
Quisiera creer que los protocolos funcionarán y que el 100% de los estudiantes serán prudentes y también el 100% de las personas en estos días. Pero sí no es así, enfermará y morirá gente. Y, me temo que no me alcanzan los recursos para despersonalizar este hecho. Si me tocase decidir a mí, honestamente, no podría dormir.
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