Infancia vigilada

Versión ampliada y juridifcada del artículo del mismo título publicado en BEZ.

La presentación de un Borrador de Protocolo de la Xunta de Galicia, que ampararía la instalación de cámaras de videovigilancia en zonas comunes de los colegios para combatir el acoso escolar, ha levantado una polémica cuyas aristas requieren ciertamente de análisis. Por otra parte, resulta significativo el hecho de que la licitud o conveniencia de la medida se justifique con el recurso a la cita de un informe de la Agencia Española de Protección de Datos que podría bien ser el número 0674/2015.

Empezando por el final, no es ocioso destacar cómo estos informes incorporan siempre en su comunicación formal a quién lo solicita una cláusula de exclusión de vinculación. Dicho de otro modo, los informes responden a una pregunta concreta y no obligan al regulador a mantener de modo inmutable este criterio. Sin embargo, en la realidad son seguidos, e invocados, con harta frecuencia como una suerte de Diktat, incuestionable e indiscutible. Y la realidad es que en muchas ocasiones la Agencia no quiso decir aquello que se interpreta o, como cualquier poder público, puede fijar criterios perfectamente cuestionables desde el punto de vista jurídico, social e incluso personal. En democracia, ni existen poderes omnímodos, ni juicios indiscutibles, ni verdades absolutas.

Si este informe fuera la base para el citado Protocolo nos estaríamos enfrentando a cierta debilidad material en su invocación como fundamento. En primer lugar, esta fragilidad cabe vincularla al hecho de que se pregunta si se pueden usar estos sistemas en guarderías. Y la Agencia explora si en esta materia podría existir un interés legítimo que justificase la instalación de videocámaras en guarderías para verificar incidentes cuando se dan las circunstancias invocadas por el solicitante de la consulta: «“la corta edad de los niños… y su fragilidad física, psicológica y emocional, no podemos contrastar otra versión, en caso de accidentes”».

La respuesta de la Agencia no supone en ningún caso una habilitación general sino que obliga a determinar caso por caso cuál sea el interés superior del menor reconocido en la legislación sectorial. Lo que ya resulta como mínimo discutible es que dicho interés superior se sitúe en el plano de la protección del centro escolar frente a supuestos de responsabilidad civil, o que el deber de cuidar a los menores debidamente y prevenir la comisión de ilícitos, no sólo penales sino también civiles, comporte necesariamente el uso de videocámaras. Y no puede estarse necesariamente de acuerdo, por mucho que después esto se matice en que el interés del menor se vea mejor tutelado por la «la mayor protección tanto física como psicológica de los menores a través de nuevos sistemas de vigilancia, que pueden ser complementarios de otros».

La experiencia práctica en videovigilancia acredita que con toda seguridad se instalarán allí donde se ahorren recursos humanos y asegure una exención de responsabilidad. Por otra parte, si sin ningún criterio o autoridad pedagógica y/ o psicológica afirmamos que “es por su bien”, que los niños vigilados son más buenos, es sencillo aventurar cual sea la conclusión práctica final.

Pero lo cierto, es que la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor el interés superior del menor se refiere al desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades básicas, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas. Y la pregunta que uno debe hacerse, no es sólo si la videocámara es un instrumento idóneo porque así cumplimos con el Código Civil, aplicamos mejor el Reglamento de Convivencia y nos evitamos algún lío.  La pregunta en realidad es otra.

¿Van a madurar mejor nuestros hijos e hijas creciendo en un Panóptico? ¿Supone algún tipo de educación en valores el trasladar a menores de edad en formación que deben portarse bien porque el ojo vigilante que todo lo ve les va a pillar? ¿Resuelve esto los problemas de convivencia o simplemente asegura que el matón va a seguir partiéndole la cara a los débiles, ahora en el cuarto de baño o en un punto ciego? Y esta cuestión, no la podemos responder los juristas, no es nuestra tarea, sencillamente no sabemos de esto, y las decisiones sobre tratamiento de información personal en un contexto tan delicado ni se resuelve en un informe, ni se resuelve por decreto. En mi modesta opinión se resuelve en el caso concreto y con las herramientas que la psicología y la pedagogía nos ofrecen. ¿Alguien se ha molestado por un segundo en evaluar cómo afectaría a la madurez evolutiva de un menor crecer en un ambiente constantemente vigilado? Aplicar por defecto sistemas de videovigilancia supone asumir de algún modo que la regla es la patología, que lo normal es la criminalidad en pantalón corto.

Sin embargo, los juristas manejamos algunas herramientas conceptuales que nos pueden dar pistas. Alguien tan poco sospechoso como el Tribunal Constitucional Alemán, padre real de la más acabada formulación del derecho fundamental a la protección de datos, afirmó que si una persona supiera de antemano que su participación en una reunión iba a ser registrada por las autoridades y que podrían derivarse riesgos para él renunciaría presumiblemente a ejercer sus derechos fundamentales.

Nuestro propio Tribunal Constitucional ha puesto de manifiesto los graves riesgos que se derivarían de no sólo captar imágenes sino también sonidos de las conversaciones de trabajadores.  ¿Es esto trasladable a los menores? ¿Podrían los escolares reprimir en lugares abiertos de convivencia manifestaciones de espontaneidad? ¿Renunciarán los estudiantes de secundaria y bachiller gallegos al ejercicio de derechos de carácter político como la crítica al propio centro escolar por si el director “los está viendo”? ¿Podría suceder que en manos de un director muy estricto acaben siendo sistemáticamente sancionados por infracciones menores o leves grabadas y revisadas a diario? ¿Un empujón visto desde la videocámara será una agresión sancionable o lo discutiremos cómo en una moviola en el fútbol?

Se trata de una cuestión muy grave y que además admite otras lecturas. En alguna versión del futuro Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea se señalaba la necesidad de realizar un análisis de impacto en la protección de datos en los tratamientos masivos de imágenes en sistemas de videovigilancia y también en los tratamientos de datos de menores. Se daba por supuesto, que antes de decidir algo así había que pensarlo mucho, sopesar riesgos y necesidades, y ponderar los derechos en presencia. Y si se dan circunstancias extremas, y sólo entonces usar la videovigilancia. Porque, resulta conveniente recordar que dónde el regulador nada tiene que decir es en relación con los derechos a la intimidad y la propia imagen tutelados por la Ley Orgánica 1/1982, ni tampoco en lo relativo a la garantía de los derechos del menor que otorgan los Convenios Internacionales.  Y por tanto, la invocación de informes no protege en absoluto ante acciones en el orden civil ordenadas a la garantía de tales derechos en los que puede que el Ministerio Fiscal, y las oportunas pruebas periciales, arrojen una conclusión distinta.

Por otra parte, resulta sorprendente la preocupación manifestada por esta materia y el escaso debate que suscitan prácticas del todo cotidianas. En este sentido basta con hacerse algunas sencillas preguntas ¿Cuántas escuelas de primaria mantienen páginas en Facebook con álbumes de fotos relativos a menores? ¿Y videos en YouTube? ¿Se usan las imágenes de los menores con fines publicitarios?

La respuesta a estas preguntas resulta ser afirmativa en todos los casos. Y no parece preocupar a nadie, ni siquiera al regulador que ha considerado en alguna ocasión que un menor de catorce años es libre de consentir en subir el trabajo de una asignatura a YouTube, cuando el trabajo consiste en una imagen del propio menor. ¿En tales casos cuál es el interés superior del menor?

La realidad práctica es que los menores, las más de las veces con el consentimiento de unos padres ignorantes del impacto en la identidad digital, son usados de modo en absoluto malintencionado pero real, como reclamo publicitario de la imagen corporativa de más de un centro escolar. Lo cierto, es que hay profesorado que encuentra pedagógico arruinar la futura identidad digital de menores destrozando el inglés en YouTube. Lo preocupante es que damos por descontado, que  nos resulte natural, que un menor de cualquier edad pueda ser vigilado, controlada su navegación por internet, y su vida permanente geolocalizada mediante el móvil. Lo peculiar, es que no conste investigación de oficio alguna sobre estas materias, ni sobre otras como el impacto de las aplicaciones móviles en los menores que la Federal Trade Commision monitoriza al menos desde 2012.

No es posible mantener institucionalmente un discurso de preocupación por la privacidad del menor y sacrificarla a la vez. En esta materia hay que escoger, y la vigilancia, el Panóptico, no puede ser la regla general sino el último recurso.