Versión ampliada del artículo publicado en la Vanguardia.
“My home is my castle” es el aforismo anglosajón que probablemente expresa mejor el paso a una sociedad burguesa interesada en proteger su morada con los instrumentos del derecho de propiedad. La asociación de intimidad y domicilio, y la concepción de éste como un entorno físico bajo control del propietario que posee la facultad de excluir a terceros y definir un área por completo ajena a la injerencia estatal contribuyó significativamente a construir la tutela de la intimidad domiciliaria sobre la base de un modelo propietario. Con independencia de su aparición en textos constitucionales, y singularmente en la Cuarta Enmienda de la Constitución norteamericana, lo cierto es que durante mucho tiempo la regla del “non trespass”, esto es la facultad de prohibir atravesar la frontera de la vivienda “físicamente” determino las formas de tutela de la inviolabilidad domiciliaria.
Sin embargo, el avance tecnológico puso en crisis este modelo desde mediados del Siglo XX. La capacidad de los micrófonos y cámaras de obtener registros en el interior de un domicilio, la aparición de sensores capaces de elaborar mapas de calor, e incluso los satélites y hoy los drones, obligaron a una concepción finalista centrada en la capacidad de penetración virtual. De ahí que en el caso español nuestro Tribunal Constitucional declare que lo que se protege en el domicilio es una emanación, un espacio, de la vida privada y familiar y considere que puede vulnerarse por la captación no autorizada de imágenes en su interior.
Con la llegada de las tecnologías de la información la idea del castillo fue sustituida por la metáfora de la casa de cristal. De hecho, y a medida que estas técnicas evolucionan caminamos hacía una vivienda con características muy diferentes a las actuales. De una parte, podemos imaginar que el impacto de la domótica será creciente y con ello el control más o menos robotizado de aspectos como las autorizaciones de entrada mediante cerraduras biométricas, las condiciones de luz o calor o el funcionamiento inteligente de distintos recursos. Del mismo modo la llamada internet de las cosas permitirá la conexión autónoma y el control remoto de distintos electrodomésticos pero, a la vez, podrá ofrecer respuestas personalizadas a preguntas del tipo ¿qué debería comprar hoy en el mercado?, así como aportar terabytes de datos de información relevante para las tecnologías de BigData. Hoy, nuestra propia conectividad abre múltiples ventanas al exterior a través de smartphones, tabletas, u ordenadores. Seguramente el lector con hijos adolescentes ha experimentado esa extraña sensación que produce el no estar muy seguro de si está viendo su serie favorita en familia, o con los cien amigos del niño o la niña en twitter.
La realidad que se acaba de describir por si misma obliga a tratar de establecer cómo impacta en la propia concepción del domicilio y en la definición del espacio privado objeto de protección. En este sentido, el legislador y el juez se encuentran necesariamente abocados a continuar en la línea de espiritualización del bien jurídico protegido. No es por tanto extraño que desde el año 1997 se prohíba a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad obtener imágenes del interior de una vivienda sin autorización judicial utilizando sistemas de videovigilancia pública, que el Código Penal haya tipificado delitos contra la intimidad respecto de conductas que constituyen una intrusión en nuestros ordenadores o finalmente que el Tribunal Constitucional haya tenido que precisar las garantías que rigen el registro de un portátil o de un teléfono móvil.
Aunque a enfoques tradicionales les pueda resultar sorprendente lo cierto es que debería abrirse paso un debate respecto de la vivienda digital. No sólo se trata de considerar los aparatos calificables de informáticos y conectados, aunque se trate de un microondas, sino de ir un poco más allá. Cabría preguntarse qué naturaleza cabe atribuir a nuestro omnipresente Smartphone que nos informa, entretiene, escucha o guarda nuestros más recónditos secretos y, además, nos geolocaliza permanentemente. Y lo mismo sucede con la casa donde Vd. guarda su álbum de fotos y videos, que ya no es su residencia física sino un servicio de cloud, o el lugar donde cada día charla con amigos, que tampoco es el bar, sino una red social. Por ello, la esfera de privacidad que emana del domicilio en la sociedad de la información debería rodear el individuo con independencia del espacio público o privado en el que éste se encuentre físicamente. Si pudiéramos dibujarla sería como esas burbujas que envuelven a ciertos personajes de conocidos cómics-manga creando una especie de halo protector.
Es posible que la legislación que afecta a la privacidad y tutela el derecho fundamental a la protección de datos personales sea efectiva en este campo, pero parece natural esperar que el legislador, el juez, las organizaciones sociales, y la academia fijen el foco en esta materia con particular atención. Puede resultar necesario comenzar a pensar en construir de modo sistemático una noción útil de domicilio digital, y ello no significa necesariamente legislar. Se impone impulsar investigaciones que desde aproximaciones multidisciplinares sean capaces de mostrarnos como se concibe esta nueva realidad desde un punto de vista social, subjetivo o psicológico, económico y jurídico. Se trata de establecer el alcance de esa nueva privacidad, a la que Alan Westin definía como “informational privacy” cuyo campo de juego trasciende lo físico y hace inoperantes los fosos y las catapultas. Así, una vez entendamos esa nueva privacidad deberíamos ser capaces de evaluar si los instrumentos de tutela a nuestra disposición pueden ofrecer garantías adecuadas.
Pero, junto a la intimidad del domicilio cabe plantearse una segunda cuestión relativa a la intimidad en el domicilio. Desde la llegada de las redes sociales una gran parte del discurso público que asocia los conceptos de internet-domicilio-menores se articula alrededor de nociones como riesgo-amenaza-peligro, prohibir-espiar-controlar y desconocimiento-ausencia de educación-incapacidad. De algún modo un discurso necesario, el de un internet seguro, ha consolidado un mensaje si no erróneo al menos paralizante. El punto de partida es el de unos padres atribulados e incapaces de entender nada sobre el mundo Web 2.0, enfrentados a los horrores de un infierno poblado de acosadores, pederastas y contenidos ilícitos. El único remedio posible no es otro que el instalar controles parentales que fiscalicen los usos que realiza el menor, contratar geolocalización para rastrear su teléfono móvil y hacerse amigo suyo por decreto, en las redes sociales.
En realidad, esta caricaturización del padre hiperprotector se realiza para poder abordar algunos aspectos relativos a la intimidad en el domicilio. En el seno de nuestra casa convive una intimidad compartida junto con otra ciertamente excluyente. Todas las personas requieren de un espacio no ya de privacidad, sino incluso de soledad en el que a uno simplemente le dejen en paz. Y en esa doble acepción convendría entender la privacidad, como “the right to be let alone”, que alumbraron Warren y Brandeis. Pero, ¿cómo podemos ser capaces de proteger a los menores y al mismo tiempo preservar su privacidad?
Lo primero que resulta necesario comprender es la presencia de un valor irrenunciable que cabe preservar a toda costa: el interés superior del menor. Este valor se proyecta sobre la tutela de nuestros niños y niñas de diversas maneras. La primera de ellas consiste en que el grado de control, y por tanto de invasión del espacio privado, debería depender del grado de madurez del menor. En este sentido, es evidente que en ciertas edades es necesaria una protección activa muy específica mientras que a medida en la que el menor pasa por la pubertad y camina hacía la adolescencia la intensidad del control debe relajarse e incluso limitarse a supuestos muy específicos. El segundo factor a considerar es el de la proporcionalidad de los medios empleados. No pose la misma incidencia un filtro de contenidos o de páginas web que una herramienta de control total que nos permita acceder a todas y cada una de las acciones que el menor realice. Del mismo modo no supone lo mismo contratar geolocalización por razones de seguridad, por ejemplo en el caso de un niño que se desplace sólo desde el colegio a casa, que tener absolutamente controlado a un adolescente camino de la mayoría de edad.
El desarrollo de la personalidad del menor requiere graduar el grado de control y de invasión de su esfera íntima. No respetar la barrera de intimidad que el menor maduro construye a su alrededor para afirmar su propia individualidad constituye un error gravísimo. La única apuesta posible no es otra que educar en valores, ofrecer siempre el apoyo y comprensión parental, depositar y ofrecer nuestra confianza en quien ha recibido esta educación y, puede que no esté de más cruzar los dedos y confiar en que la semilla sembrada florecerá.
Mis trabajos. ¿Un castillo de cristal? (V. ampliada). http://t.co/CRd5jB8fHB