Privacidad en el ambulatorio.

En mi infancia en Carcaixent mi abuelo, para más señas “Gostinet el Resaor”, me enseñó a convivir con la miseria de la enfermedad y con la muerte. Cada cierto tiempo había tres actividades inevitables. Asistir a un velatorio, lo que incluía ver a la persona fallecida en su domicilio con todo el esplendor de las plañideras. Visitar y arreglar la tumba de la abuela en el cementerio. Y finalmente ir al ambulatorio a por las recetas. Para los más jóvenes aclararé que al ambulatorio hoy lo denominamos centro de salud. Y el cambio de nombre ha operado también cambios ambientales y sociológicos.

El ambulatorio era un lugar ruidoso en el que la gente, médicos incluidos, fumaba provocando una neblina y un olor particulares. Las paredes eran presididas por un poster con la foto de una enfermera tan adusta y rigurosa en pedir silencio con un dedo en los labios, como bonita y recatada con su cofia y su uniforme celeste. Pero, allí nadie callaba nunca salvo en los segundos en el que se imponía el grito hipouracanado “SILENCIOOOOOOOOOO!!!!” de Pepe, el celador que una de esas se murió de un infarto.

Pero lo interesante, créanlo, era el contenido de las conversaciones. En la zona de espera cuarenta o cincuenta personas competían a voz en grito cotorreando sobre sus enfermedades. No había intimidad. Se trataba de saber quién estaba peor en un concurso por lo demás contradictorio. De un lado había que demostrar que se era el más enfermo, y ello incluía relatar cada uno de sus síntomas y enumerar las recetas y medicinas. De otro se calculaba íntimamente quien se iba a morir antes procurando ser el último en hacerlo con una aritmética obviamente imposible. En aquellos tiempos, no había cita previa. Se hacía cola y Pepe te daba un número, como en la carnicería, y el médico no te convocaba por el nombre bastaba con un “siguiente”, o “el 7”.

Hoy nadie habla de sus cosas en el centro de salud. La magia de la cita previa te permite en los días con suerte y sin gripe estacional, visitar un edificio vacío en el que como mucho convives con media docena de personas para los que un “buenos días” constituye un exceso de verborrea. Hoy somos celosos de nuestra intimidad la Ley general de sanidad, la de protección de datos y las normas que regulan la historia clínica las protegen a ultranza. Y sin embargo en más de un ambulatorio u hospital de mi comunidad autónoma la llamada al paciente la realiza un médico que recita la lista con el nombre y apellidos de las tres siguientes personas que van a ser atendidas. En otros, uno puede ver su nombre en letras de molde publicadas en pantallas de 32 pulgadas.

Resulta curioso observar cómo esa declaración pública y notoria de que “Ricard Martínez está enfermo” se produce hoy, cuando disponemos de tecnología y la sociedad ha alcanzado un nivel de conciencia sobre el valor de la intimidad en salud, cuando la enfermedad nos avergüenza y la muerte se nos oculta. Uno se pregunta, ¿tan difícil sería volver a lo de Pepe y los números?