Mujeres, Pepita Oliver

Me estremeció la mujer que parió once hijos                                                                                                                        en el tiempo de la harina y un kilo de pan                                                                                                                               y los miró endurecerse mascando carijos.                                                                                                                              Me estremeció porque era mi abuela además.                                                                                                                         Silvio Rodriguez. Mujeres.

 

Josefa Oliver, la abuela Pepita, nunca tuvo una vida fácil. Nació un 28 de enero de 1912 en el seno de una familia peculiar para la época. Su padre, bachiller de origen burgués y bala perdida se fugó de casa y casó con una humilde criada manchega que le dio 4 hijos y a la que abandono cuando la mayor, Pepita, tenía 10 años. La niña recibió en su primera infancia las ventajas de la educación de una señorita y de inmediato las estrecheces de una familia de extracción humilde sin padre. Sin embargo conservó para siempre los rudimentos de una buena educación, una disciplina monjil, -toda Regla mantiene un convento repetía hasta la saciedad-, y un sentido del trabajo y del deber a prueba de bomba. Mi padre, uno de los 3 hijos a los que enterró heredó su incansable capacidad para el trabajo.

Mi abuela, vivió todas las guerras, todas las dictaduras, todas las hambres y por alguna razón extPepitaraña siempre escogió mal, si es que una mujer de aquella época podía escoger. Se enamoró de un señor nacido en 1896 dieciocho años mayor, lo que si bien a mí me proporciono un abuelo del siglo XIX, a ella un señor de idénticas características. Su adonis, campesino medio, con su pequeña recua de vacas y otros bichos, se arruinó como tantos otros con la guerra.

Pepita, vivió todas las hambres. La su infancia de niña abandonada que paso del colegio de monjas al duro trabajo menestral. La de su juventud de mujer casada en posguerra. La de madre que amamanta a sus hijos, y a los de algún otro, con lo que dan de sí la cebolla, las pieles de patata, o el duro pan negro. El hambre de su vejez, no siendo física lo era moral, con su paupérrima pensión y la indignidad de necesitar la ayuda económica de otros. Y sin embargo, su cocina era primorosa. Aún me parece oler su paella, y su arroz al horno, o sus callos o la sopa de menudillos. Era capaz de fabricar una exquisitez con el más humilde de los ingredientes y mirarte a los ojos inflexiblemente: «come, si no te gusta desde aquí, y señalaba la garganta, desde ahí ya no sabe pero alimenta».  Pero estaba bueno, vaya si estaba bueno.

Cualquier día en la vida laboral de mi abuela comenzaba a las cinco de la madrugada. Aterida de frio y cansancio dedicaba su primera jornada en casa, porque había que dejar atendidos a “los hombres”. Ellos salían de casa con la tartera, -el saquet-, preparado con lo poco de bueno o malo que hubiera. Después, camino del almacén de envasado de naranjas dedicada al duro trabajo de seleccionar, envolver en papel de seda, y encajar esas naranjas que iba a comer algún burgués en Madrid, Barcelona, París o Berlín.

Como mujer responsable, era la encargada en la empresa. Así que acabado el día de trabajo, y en uno de esos alardes organizativos que caracterizan a la ordenación productiva desde siempre, debía patear toda Alzira para convocar a las trabajadoras escogidas para el día siguiente. Y ello sólo para abordar al llegar a casa “las labores propias de su sexo”.

Pepita, vivió mil veces todas las muertes. La angustiosa agonía de su marido preso en la checa y salvado in extremis, la de su hermano Alejandro, comandante republicano,  muerto de hepatitis gracias a la podredumbre física y moral de las cárceles franquistas. La de su hijo Pepito, muerto a los 14 años de un tétanos propio de país tercermundista. La primera muerte de su hijo Antonio 20 días en la UCI tras un accidente y un cáncer mucho después, o la de mi padre. Pepita era una superviviente, pero los supervivientes despiden a todos, marido, hermanos, y lo más doloroso, a sus propios hijos. Nadie, sobrevivió a una mujer que a los 90 años pensaba que sólo le quedaban cinco años y murió a los 99 y medio, y porque así lo decidió con rabia corajuda en el momento de empezar a depender de otros.

Pepita a sus 99 leía, recordaba cada cosa con precisión milimétrica, pero no con esa memoria remota de los viejos, recordaba cada segundo del día anterior. El año de su muerte seguía haciendo caligrafía de niña con 10 años y faltas pero de un trazo primoroso.

Pepita expresa todo lo que una mujer significa de coraje, valentía y dedicación.  Pero también todo lo que debemos entender y cambiar. Tenía el coraje, la determinación y la rabia que conducen un destino. Pero se vio sometida a todos los obstáculos: padre, marido, hijos, rol social. Todos deberíamos pensar en cuantas pepitas corajudas nos rodean. Ahora son abogadas de éxito, economistas, maestras las que tienen esas tres jornadas. De las que se esperan superpoderes, a las que se veta en el escalafón por ser mujeres. A las que ahora, que el paro aprieta, parecemos querer condenar a ese papel auxiliar y determinante que siempre han tenido.

   Ya no tenemos la excusa de la incultura, del desconocimiento. Somos una sociedad avanzada en la algunos todavía quieren a una mujer sumisa y lo gritan a los cuatro vientos. Yo, que tanto le debo a mi amada abuela, no puedo ni entenderlo ni tolerarlo. ¡Ojala nuestras pepitas de entonces hubieran tenido oportunidades! Este hubiera sido un país mejor. Pero, no bajen la guardia, no se dejen traicionar por la falsa complacencia. Seguimos viviendo en una sociedad injusta que ha pergeñado un burdo modelo de igualdad masculinizada, donde  los valores que incorpora la mujer se sacrifican en el altar de una competencia como la de los hombres, siempre trucada, siempre con el arbitraje casero.

Desde Pepita hasta hoy me siguieron estremeciendo las mujeres, su valor, su inteligencia, su sacrificio. No encontrarán mejor amigo o colaborador. Lo triste es que deba rendirles homenaje escribiendo lo obvio.