Intimidades que matan.

El impacto del terrorismo machista nos golpea una y otra vez. Vivimos en una constante repetición en el que el dolor, la sorpresa y la indignación ya están amortizados. Si un solo loco se plantase en medio de la Puerta del Sol y acuchillase a un transeúnte al grito de Alá es grande se paralizaría el país. Sin embargo, este terror silencioso que ha matado a centenares de mujeres en la última década se sucede con su ritual de sorpresa, indignación, y minutos de silencia. Como si nada, como si esta sangría silenciosa e indecente formase parte de un ritual asumido.

Crecimos e una sociedad machista cuyos resabios permanecen. Mi infancia de los setenta era un mundo de silencios compartidos de puertas para adentro. La familia era el baluarte de la sociedad, y la casa un castillo en el que nadie debía osar inmiscuirse. En los ochenta apenas salidos de cuarenta años de silencios culpables, de amas de casa esclavas en matrimonios imposibles, en la Facultad de Derecho te enseñaban resignación. El matrimonio tenía algo que ver con el amor, pero sobre todo con el sacrifico y la resignación.

Las sevicias, que gran término éste, era el modo culto y latinizado para definir a maridos que ostiaban sin compasión. Perdonen, la crudeza, pero era así. Torturar a la esposa era un acto privado, causa de divorcio y separación canónica si, pero poco más. Somos herederos de aquella época. Seguimos pensando, que de puertas adentro nadie puede meterse. Eso es cosa de parejas. A veces “la pega” pero es porque la quiere mucho. Y así fue hasta la tan criticada legislación sobre violencia de género.

Muchas mujeres no entraban, y todavía hoy no entran en su casa cada jornada traspasan las puertas del infierno. Cuando se ha dedicado una vida profesional a investigar la vida privada esta realidad te traspasa dolorosamente. Nuestra casa es nuestro castillo, es un lugar en el que estamos a salvo de la mirada ajena y de la intromisión del Estado. En nuestra casa, como decía Constant, nuestra personalidad crece libremente y construimos ese ciudadano o ciudadana que sale a la calle a construir una sociedad. Nadie se mete en casa de otro.

Pero cuando hay violencia de género no debe haber intimidad. Nada hay más precioso que una vida humana, nada más valioso que la dignidad, nada tan merecedor de tutela como la indemnidad psíquica y física de los niños y niñas y sus madres. Todos y todas debemos renunciar al atavismo de santificar la intimidad, o las relaciones de pareja. Allí donde existe violencia de género no hay ni relación ni intimidad que respetar. Tolerarlo, no denunciar es hacer prevalecer la animalidad frente a la humanidad.

Y por eso debemos denunciar, porque hay personas que viven su particular Auschwitz cada día con nuestra connivencia, con nuestro silencio culpable. Pero a la vez, necesitamos jueces comprometidos y no me refiero ideológicamente. Se trata de jueces, fiscales y policías muy expertos, capaces de detectar y evaluar los hechos en profundidad, trascendiendo la mera apariencia.

¿Y qué hacemos? ¿Recluir a las mujeres en casa de acogida? ¿Desterrarlas de su ambiente? ¿Hacer que se cambien el nombre? ¿Ocultarlas? ¿Es justo que la víctima no se encuentre segura porque siempre el verdugo la alcanzará? Por eso, los maltratadores no merecen intimidad, no merecen el espacio de inmunidad que les concede la inviolabilidad del domicilio. Y no pueden no ser controlados. El estado de Derecho ya se ocupará de asegurar que se respetan sus derechos fundamentales. Pero si se verifica su conducta, si una sola mujer está en riesgo, entonces antes, o después de la cárcel sólo es posible un control férreo que los aleje de su obsesión. Porque desgraciadamente, y amigo lector, es doloroso escribir esto, hay bestias que matan y no podemos permitirlo.