¿Estudiantes universitarios?

Usualmente a un profesor vocacional le preocupa como poder llegar a ser buen docente. No es extraño por tanto que existan publicaciones especializadas, cursos de todo género y en algún momento todos hayamos debido reflexionar sobre ello. Estudiar en una universidad es como alcanzar la División de Honor en un deporte y plantea al profesor-entrenador un alto nivel de exigencia. Debe ser capaz de liderar al equipo y manejar al colectivo desde la implicación colectiva sin descuidar a veces la autoridad. Y no debe hacerlo desde el puro ejercicio de poder sino desde el ejemplo, el compromiso y la vocación de servicio. Digamos que en educación superior apostamos más por Cruyff o Guardiola, que por Clemente.

Lo que sin embargo no tenemos en cuenta es qué rol deben jugar los estudiantes. Y cometemos un gravísimo error. Los minusvaloramos desde el minuto uno, y de algún modo los condenamos a una minoría de edad, que se prolonga con suerte hasta el día de su graduación. De este modo, convertimos al estudiante en sujeto pasivo de una relación unidireccional que las más de las veces no supone otra cosa que una suerte de ejercicio de un modelo de poder blando, pero de poder en el más tradicional de los sentidos. Por ello, si reivindicamos nuevos modelos de profesor, nuevas técnicas y tácticas, nuevas actitudes, deberíamos esperar y exigir otros estudiantes.

¿Es nuestro estudiante un profesional?

Mezclar en una misma frase estudiante y profesional puede sonar a herejía a ciertos modos de entender la universidad. La institución universitaria no formaría profesionales, su labor no es otra que la de transmitir un humanismo racional, de preparar de modo generalista a aquellos que después desplegarán sus capacidades en el mundo profesional. Pero la regla aquí sería que “profesional” no debe sonar a empresa, mercado, o cualquiera de esos valores con los que los graduados se darán de frente cuando ya no estén aquí. Y, sin embargo, una facultad hace esto, faculta prepara desde el humanismo, pero también y desde el conocimiento concreto de un ámbito profesional. Por ello, el estudiante debería entender que la universidad ya no es la escuela, ni el instituto, sino probablemente el primer espacio donde debe desplegar su autonomía y comportarse profesionalmente.

Al trabajador de 18 años no se le perdonan retrasos, ni impuestos, ni malas actitudes, ni se le permite dedicar el día a la cháchara o pasar el tiempo en el bar más cercano. ¿Por qué debería permitírsele a un estudiante universitario? ¿No posee la misma capacidad de entender y decidir? ¿Acaso no vota o debe pagar sus impuestos? Y a pesar de ello, en la vida universitaria se toleran conductas que en la vida real rozarían el ridículo cuando no resultan sencillamente intolerables.

Por ello, cabe esperar de nuestros estudiantes actitud y aptitud. Esto implica puntualidad, cumplimiento de los horarios. Comporta disciplina, implicación y respeto durante el desarrollo de las clases. Exige diligencia en el desarrollo de las tareas comprometidas. Supone entender que uno debe conducirse de acuerdo con criterios de una mínima ética profesional.

¿Existe alguna exigencia añadida?

No basta con lo que los antiguos hubieran definido como reglas de urbanidad y cumplimiento del deber. Existe un plus añadido para un estudiante en la universidad. Pero para ello, hay que entender primero que los universitarios recibimos un regalo impagable desde la sociedad.

Cursar un grado universitario no es una obligación o deber inexcusable. Es el resultado de una opción voluntaria que debería ser vocacional. El o la estudiante se sienta en el aula en un ejercicio racional de voluntad. Sería hipócrita no reconocer que las razones para cursar un estudio superior en ocasiones responden a presiones de naturaleza familiar, -hay que estudiar por decreto y a veces alguien escoge tus estudios por ti-, o a una deriva social que ha convertido la universidad en un último paso de los estudios.

Pero se llegue a la universidad por libre decisión o por circunstancias socioeconómicas recibimos el regalo de miles de contribuyentes que viven en el umbral de la pobreza. A pesar del incremento de las tasas, lo cierto es que la universidad pública es financiada con cargo al presupuesto. Y en un país con una estructura impositiva cada vez más regresiva el peso de los impuestos recae sobre las rentas medias y bajas. Así que cuando se disfruta del privilegio de ocupar un asiento en un aula universitaria debería hacerse un ejercicio de empatía con los millones de personas que cada día se levantan, trabajan doce horas, -de las que les cotizan con suerte ocho-, pagan IRPF, IVA y de vez en cuando algún absurdo impuesto especial, y a las que tal vez les debamos el compromiso de dedicar nuestro máximo esfuerzo e incluso de devolver a la comunidad algo de lo recibido.

Un compromiso ético.

Vengo apreciando, no pocas ocasiones en las que ciertos comportamientos informales constituyen una manifiesta carencia de respeto y de compromiso colectivo. El profesor de 2017 da por descontado que una parte de los estudiantes charle en el aula como quien anda en un mercado, use WhatsApp y redes sociales, y se dedique a cualquier cosa que le aleje de lo esencial: la clase. Al fin y al cabo, si no eres capaz de cautivar a tu audiencia, una ineludible parte de la responsabilidad es tuya, si no eres capaz de innovar y comprometer, si no conseguiste mantener una relación bilateral participativa, tu profesionalidad está comprometida.

Pero ello no obsta para apreciar pequeños microegoismos preocupantes. Preocupa cuando el estudiante no respeta la palabra de sus compañeros o compañeras, cuando estudiar no significa aprender, cuando unos apuntes son el máximo objetivo, cuando existe un clasismo rampante y excluyente que aísla la diferencia, cuando el grupo o el equipo no existen, cuando un aula no es un organismo vivo sino la suma de sillas, mesas, y e incluso personas tan cosificadas como la infraestructura.

Un compromiso creativo y participativo.

Uno de los hallazgos más sorprendentes a los que un profesional de la docencia se enfrenta es al de la pasividad de sus jóvenes estudiantes. Cabría pensar que el cambio en la educación secundaria de un modelo carpetovetónico centrado en lo memorístico, a uno creativo y participativo ofrecería como resultado estudiantes más autónomos y activos. Y, sin embargo, no es extraño encontrarse con la indolencia, la pasividad. No es raro encontrarse con el estudiante “de antes”. Y, sin embargo, este es exactamente el tipo de actitud que conducirá al fracaso en la sociedad de la transformación digital.

Y no nos referimos a un fracaso medido en los términos usuales que identifican a triunfadores y perdedores. Se trata, de un fracaso emocional y personal. Simplificando hasta el extremo, cabe intuir que un entorno cada vez más automatizado tenderá a distinguir entre los incapaces o analfabetos funcionales, aquellos suficientemente formados para asistir a la máquina, y los llamados a desarrollar un esfuerzo de permanente transformación creativa. ¿Qué lugar quieren ocupar nuestros estudiantes?

Siempre queda la esperanza de que el choque con la realidad transforme a la persona, tras superar la etapa de formación universitaria. Pero, debería empezarse ahora. Es responsabilidad del profesor ofrecer oportunidades para la participación, y la creatividad. Sin embargo, resulta traumático que estas oportunidades en muchas ocasiones solo funcionen mediante incentivos autoritarios como la nota. Tal vez, los profesores deberíamos aprender con mayor intensidad cuáles son los mecanismos emocionales que nos permitan liderar estos cambios de actitud.

Pero al margen de la responsabilidad del profesor, resulta sorprendente tener que dar por sentado, que se enfrenta a un grupo humano “pasivo”, no dispuesto a más esfuerzo que el estrictamente necesario, sin mayor aspiración que superar una asignatura más. Esta persona, no lo olvidemos “adulta”, se enfrentará a una sociedad hipercompetitiva. Es una generación cuyos derechos están siendo minorados. Y por si ello fuera poco, es una sociedad que espera del profesional universitario valores y capacidades adicionales: agilidad, flexibilidad, adaptabilidad, gestión del cambio, inteligencia emocional…

Por ello resulta esencial ser activos y participativos desde el aula. Las redes neuronales, la plasticidad cerebral, se construye se modula, se crea mediante un conjunto de acciones a los que solemos llamar voluntad. Y es ahora, en la universidad, cuando nuestras capacidades se modulan con mayor intensidad. No aceptar cada uno de los retos que se nos proponen, no ser personas creativas, participativas e implicadas con cada nueva oportunidad constituye una inversión negativa. Con esta actitud desandamos el camino, nos alejamos de la persona que debíamos aspirar a ser.

Es responsabilidad del profesor ofrecer oportunidades, apostar por nuevos enfoques, sentar las bases y provocar el cambio. Pero el estudiante, debería entender cuál es su papel, no puede pasar por la vida universitaria contemplando lo que ocurre, como un mero espectador, sin implicarse. La mayor traición que una persona puede cometer consigo y con la sociedad es la de pasar por la universidad sin que la universidad pase por ella.

Es sencillamente curioso constatar como la realidad de un aula puede resultar un universo cuyos valores materiales son incluso nocivos para el futuro profesional y personal. La sociedad que hay ahí afuera en plena transformación digital depende más que nunca del conocimiento colectivo, los ecosistemas de innovación funcionan en red, la transformación se alimenta de la fertilización cruzada de personas, capacidades, ciudades y países enteros.

La sociedad y la empresa aprecian la profesionalidad, la disciplina, el trabajo en equipo, la creatividad, la participación, la disposición a ir un poco más allá. Creer que hay futuro vegetando en el aula, obviando el reto de la formación, siendo asistemáticos, y aspirando a un universo de apuntes tomados al dictado, es pura ilusión.

Es posible que nuestros profesores nos ofrezcan cada día las más bellas margaritas, decidir si es bípedo o cuadrúpedo ya depende de cada uno.