Problemas de convivencia con mi Smartphone.

Querida y admirada Doña Elena Francis:

Soy un padre de familia maduro y atribulado que le escribe roído por el gusano del remordimiento. Hace unos años dejé a mi viejo teléfono móvil. Sé que no son aquellos tiempos en los que Vd., siembre tan sabia, arreciaba críticas contra el divorcio. Nuestra sociedad ha cambiado y todos debemos admitir que a veces el amor termina. Y sin embargo hoy, me planteo si mi abandono fue fruto del desamor o de la más desenfrenada de las lujurias.

Mi viejo móvil me acompañó durante años. No se equivoque, aquella era una relación abierta, él me dejaba de vez en cuando flirtear con los móviles del trabajo. Pero no había doblez, todos podíamos ver como se iban abultando los bolsillos de mi chaqueta. Y en mi etapa de bolso masculino no fue nada extraño que mis parejas convivieran más de una vez.

Ciertamente, debo reconocer que también era una relación que calificaría de sencilla. En aquella época, ¡ay!, yo pensé que aburrida. Nuestra vida estaba hecha de llamadas que sonaban haciendo ring, yo colgaba sin más alharacas. A veces, cuando el presupuesto o las ofertas lo permitían nos dábamos un atracón de SMS, o la gratuita y reconfortante experiencia de la radio convencional. Mi móvil era alguien robusto, tenía baterías para días y no andaba todo el día neurótico con la última moda de sistema operativo.

Y entonces doña Elena, me enamoré. Era un terminal brillante con su pantalla táctil. Cada día era una sorpresa. Te daba los buenos días, te decía que tiempo hacía, la mejor ruta para ir al trabajo. Además, no tenía ningún problema, la suya no era una relación abierta convencional ¡era dual sim!, bigamia legal. Creí que el corazón me iba a estallar. Además, al ser un sujeto tan digamos promiscuo, la vida era una fiesta. Mensajería instantánea, juegos de todos los colores, incluso me dejaba ver mi partido sin rechistar. Mi vida se convirtió en una espiral de experiencias: redes sociales de todo tipo, aplicaciones para cualquier cosa del espejo al mapa de Berlín. Mi nueva pareja, Smartphone, me ayudaba en todo: organizaba mi agenda, me recomendaba restaurantes, me entrenaba en el running… ¡hasta me daba clases de idiomas!

Y, sin embargo, las cosas empezaron a ir mal. Me acuerdo muy bien, vívidamente. Fue el día que desactive “su ubicación”. Aquella fue nuestra primera discusión importante. Todos los amantes de mi Smartphone se enfadaron, que digo se enfadaron, se cabrearon. Que si ya no te voy a poder atender igual, que si yo no funciono del mismo modo, que lo nuestro ya no puede ser… Y no sé cómo contarlo, se me saltan las lágrimas. Un día, trasteando descubrí en mi mensajería una cosa llamada configuración de privacidad, y ya nada volvió a ser igual. En el mundo físico me agrió el carácter. Mis amistades estaban muy mosqueadas, ¿qué ya no lees tus mensajes me decían?… Y prefiero no contar lo que sucedió en el trabajo, yo que juraría tener una jornada de 40 horas, descubrí un concepto llamado “estar disponible”.

Pero el virus de la desconfianza ya se había inoculado. Y entonces hice lo que todo marido despechado y con posibles haría. Contraté un detective, Conan se llama, se lo recomiendo. Su primer informe fu demoledor. Mi Smartphone me engañaba con al menos 35 aplicaciones. Aquello, querida doña Elena, no era infidelidad, era una orgía permanente. Él lo compartía, todo con todos. Sin ningún recato. Ubicación, contactos, micro, cámara, sensores corporales. Me sentí violado. Ya nunca nada volvería a ser igual.

Y entonces cometí un grave error. En un arrebato cerré puertas y ventanas. Desinstalé, bloqueé, quite permisos. Ahora comprendo muy bien la furia de Jesús en el Templo. Mi Smartphone, protestó a su manera. En el fondo yo sé que me decía: «no entiendo lo que haces». Te lo he ofrecido todo y lo has aceptado libremente. Fuiste tú el que fue a la tienda de descargas, fuiste tú el que decía a todo que sí a tontas y a locas, al tuntún y sin leer. ¿De qué te quejas ahora?

Ahora doña Elena vivimos una etapa de sorda resistencia pasiva, de lento conflicto larvado, y no es que hacer. Él no se niega a nada. Pero tiene sus maneras de decirme que no. Todo el tiempo me lanza avisos: no puedo funcionar si no me das permiso para… ¡Fíjese que no podía enviar correos electrónicos sin dar permiso para sensores corporales! Y cuando cambio de aplicación a otra más recatada, fíjese él tan promiscuo, no sé cómo se las apaña, pero como que la cosa no va tan bien. Si alguna vez le digo que sí a sus aplicaciones propietarias, él les da permiso a todas, y tengo que ir a desactivarlos uno a uno. Es como si me dijera, ya sabes lo bueno que soy… pues a partir de ahora lo nuestro será, pasivo, sin chispa, por puro deber marital.

Doña Elena, no sé que hacer. Descubro horrorizado, que en esta relación no puedo cambiar de sistema. Con mi PC es otra cosa, le pago. Vd. Me dirá que eso es prostitución. Pero la cosa está muy clara. Yo uso el sistema operativo que quiero, instalo y desinstalo cosas sin esas molestas aceptaciones de políticas de privacidad. Y aunque sé que a veces hay trampas en las cosas gratis y me la cuelan, cuando las desinstalo no me tengo que escuchar amenazas que me digan que nada va ser ya igual.

Doña Elena, yo pensé que cambiaba a una pareja más joven, más moderna, con una relación libre y arrumbé a mi viejo móvil en el rincón, como el arpa de Gustavo Adolfo Bécquer. Hoy me descubro dependiente y adicto, con mis vergüenzas expuestas a 40 o 50 aplicaciones distintas. Y ya no puedo volver. Y aunque puedo recuperar mi viejo móvil, o comprar uno de esos para personas mayores con teclados extremos, no alcanza a cubrir mis necesidades. Y lo que es peor, por mucho que lo intento no me dejan pagar con mi dinero. Eso es indigno, eso es prostitución, debes apostar por las relaciones abiertas, debes ser majo y transparente con nosotros, debes ser generoso, no debes ser tan raro y distinto. Doña Elena, no sé qué hacer.

Un marido atribulado.